MILEY & ME

Drive my heart into the night…
Mi crónica empieza en un camión cuya ruta culmina en los confines de la Ciudad de México. Frente a mí, sentados, dos pubertos maliciosos de Ecatepec que de igual forma se dirigían a la tierra prometida. Les propuse que nos hiciéramos compañía a pesar de la sospecha que yo despertaba en esos dos extraños; como suele ocurrirme, nuestros destinos se cruzaron para bifurcarse de manera determinante. Y es que los cofrades que asisten a la Arena Ciudad de México, imponente burbuja de cristal aislada en un paisaje desolador, deben por lo menos ignorar la crudeza de los alrededores, y los rostros perplejos de una clase baja que desconoce a aquella megaconstrucción: no, joven, no sabría decirle dónde queda la Arena esa. Y es en medio de esta profunda polaridad social donde, seguramente sin saberlo, llegan las superestrellas a ofrecer sus conciertos. Hablar de Miley Cyrus —como de cualquier estrella pop— es hablar del cruento choque producido entre la realidad y la fantasía, así como de su fórmula para triunfar: servir de válvula de escape para un público sediento de delirio. Y un ídolo adolescente puede hablar muy bien de sus seguidores; pero también terriblemente mal.

Corriendo a la par de una docena de quinceañeras que a todas luces, como yo, se habían volado la clase, los pícaros de Ecatepec (veinteañera de tez humilde, Yoselin, y su fiel confidente homosexual: ¿Brayan?) y yo logramos infiltrarnos en la primera puerta del recinto. Ahí, aproximadamente doscientos jóvenes esperaban ver a su ídolo, preparados con botellas de agua, galletas y hot dogs. Desde aquella hora (debieran ser las 2 PM), los jóvenes masturban su fantasía adolescente viendo las últimas fotos de Miley Cyrus en Instagram: que si el culo de Nicki Minaj; que si el disfraz de unicornio proveniente de un apresurado click en la tienda online de Urban Outfiters. Los celulares de los muchachos están decorados a la manera Dirty Hippie, el divertimento artesanal de Miley Cyrus que consiste en retacar los objetos de lentejuelas, calcomanías y cualquier otra cháchara adquirida en Fantasías Miguel, y que pueda ser añadida con una pistola de silicón. Ningún gesto de Miley pasa desapercibido; así, de pronto, todos gradualmente sucumbimos a un gradual devenir-emoji. Estos doscientos jóvenes, confiados en el dinero de sus progenitores esperan ser los primeros en ver a la diva norteamericana (pero decir que Miley es una diva pop es incurrir en un equívoco: su espectáculo está más aproximado al teatro de Copi que al de Broadway). Beliebers, directioners y katy kats discrepan sobre los precios que han llegado a pagar por estar cerca de sus ídolos (y la peor parte, quizá la más amarga de esta ilusión es darte cuenta de lo poco que el ídolo se da cuenta de ti). Y esperan ser los primeros porque, claro, la Arena Ciudad de México no podría haber no estado exenta de tácticas tramposas para desangrar monetariamente a sus asistentes. De modo que a esta congregación de incautos les ofrecen, por la módica cantidad de 1,200 pesos, ser los primeros en entrar al recinto (si quieren, dicen ellos, repartidos entre ocho personas). La filosofía de consumo y exceso, propia de Love Money Party, se vuelve real: todos consienten desembolsar algo: lo que sea por tener cerca a Miley. Si no lo haces, como yo, una mujer vestida de neonazi amablemente te propone pagar o esperar en plena calle. En síntesis, los pícaros de Ecatepec no me tuvieron en cuenta para pagar la mentada membresía y tuve que salirme, pretextándole al guardia de seguridad que yo pertenecía al grupo de “los mortales”. Es necesario bosquejar este panorama deprimente, repito, para explicar mi fascinación por Miley; y es necesario señalar mi insatisfacción con la vida exterior para poder explicar mi identificación con ella. En efecto, Bangerz Tour se apoya de la basura, y su discurso, si acaso tiene uno, es explicitar la basura que todos llevamos dentro.

‘Cuz, honey… This shit’s criminal!
Miley no es una artista. No lo es si seguimos la definición que Ortega y Gasset le confería al artista, ya sea joven o moderno, en la que éste le habla exclusivamente a un grupo de elegidos. La concurrencia de Bangerz Tour consistió en todo menos en elegidos. Entre esta fisura entre ser o no artista, y ser o no basura, se desplaza el concepto de Bangerz; es tan difícil separar los elementos que valen la pena de los que no, que el concierto se vuelve complejo, interesante, disfrutable. Cuando Miley despliega sus méritos vocales, la gente aplaude, y uno sabe que lo hace francamente bien. Mas cuando en pantallas aparece un pollo rostizado con la cara de Miley superpuesta, uno podría asumir que quizá esto sea de mayor interés que una buena voz. Pero me estoy adelantando. De vuelta a la terrible realidad, aquellos que no pagan la membresía son dirigidos a una parte polvorienta, destruida y sucia, ubicada en la parte baja de la Arena. Además de parecer cárcel de libro de Reinaldo Arenas, un personaje dostoievskiano se dedicaba a acomodar agresivamente a la mescolanza social que constituía tan inesperado e indefenso rebaño: ¡órale, cabrones, esténse quietos, chingada madre! Las cosas no podían parecer más terribles y la espera, que se volvía eterna, adquiría cada vez más el aspecto de un suplicio que horas después se vería recompensado. Adormilados, los fans de Miley y yo, que para las cuatro de la tarde ya éramos aproximadamente cuatrocientos, soñábamos con ella como una princesa Bocacciana, atrapada en su mansión en California, acechada por helicópteros que desean tomar una foto que valga miles de dólares. ¿Acaso no Miley representa los sueños consumistas de la clase media?

Y a mi lado, la tenue voz de un adolescente con quien acaloradamente podía discutir acerca del último tweet de Katy Perry, de ARTPOP, de Lorde… Sometidos a esto que parecía set de grabación del filme Las Poquianchis, esperábamos, cada vez con mayor impaciencia, unas quinientas personas. Debieron haber sido las seis y media cuando lentamente comenzamos a acceder a la arena. El adolescente y yo nos separamos ultimadamente (para mi pesar, porque después lo avisté en las pantallas, hasta enfrente del escenario). Eran las 6:45 y nunca había sentido tanta presión en mi vida. Una larga fila de adolescentes ya esperaba en las entrañas del recinto para poder, por fin, entrar a la pista (y uno podía ver de lejos los globos que, como fiesta de cumpleaños, decoran el interior de la arena, y emocionarse hasta el hartazgo). Para mi sorpresa, había llegado antes que Yoselin y Brayan, los traicioneros de Ecatepec, lo cual me hinchó de gusto. La fila comenzó a avanzar mientras yo sostenía un monólogo interno, y me preguntaba si acaso el Bangerz produciría el efecto irrevocable en mi persona que yo tanto esperaba. Debería omitir en el relato las dos horas de espera en medio de la gente: a unos diez metros de mí estaba el teleprompter de Miley; estaba decidido a no moverme. Y decidí tolerar estoicamente la variada gama de arrimones y empujones. A diferencia de las asistentes en Estados Unidos, que se disfrazan excéntricamente y usan el Bangerz Tour como un espacio para desafiar a la moralidad conservadora, las asistentes mexicanas del concierto de Miley sólo se caracterizaron por su mojigatería total. Sobra decir que fueron las dos horas más largas de mi vida; el tiempo se dilataba a la manera de Proust; yo seguía sin asimilar en dónde me hallaba: solo mis brazos sellados con la cómica leyenda Great Spelling! podían indicarlo…

Fucking Bangerz!
La mano de Miley se asomó a través de un telón brillante y yo seguía sin poder incorporar aquello a mi realidad (¡tanto había esperado e imaginado ese momento!). Miley emergió justo como yo la esperaba: como la reina malvada de la graduación, la reina-asesina que poco después es condenada por la sociedad: la Salomé de Wilde, o, menos literariamente, Rose McGowan en Jawbreaker. Los saltos y los empujones sólo atisbaron mi emoción al escuchar los primeros “acordes” de la no-canción SMS (Bangerz) que es no es otra cosa que el ruido que condensa la estética de Bangerz. Fue cuestión de minutos para que Miley enseñara el trasero y la lengua. Miley no vende sexo. La sexualidad que Miley pregona en sus conciertos es la de un niño de primaria que se saca el miembro para ruborizar a sus compañeros; pero que finalmente, en el fuero interno de los miembros de la comunidad escolar, no provoca mayor trascendencia. Para entonces yo ya estaba en éxtasis; no coreando, sino gritando.

El diseño del Bangerz Tour consiste en una saturación audiovisual masiva. No hay propiamente un foco de atención durante el concierto, y esto es tanto el mayor, como el menor mérito del espectáculo. Durante Maybe You’re Right, por ejemplo, Miley recibió regalos de parte de la audiencia, casi siempre aventados (uno casi le golpea el rostro), y era imposible no fijar la vista en el atuendo de china poblana que acaba de recibir (mesera de Sanborns en LSD); al mismo tiempo, atrás, en las pantallas, una historia de hadas como de Adventure Time estaba siendo narrada. Este tipo de impresiones se intensifican en el concierto y llegan a un clímax cuando Miley se multiplica ad infinitum en las pantallas durante Do My Thang, y sus bailarinas llevan atuendos policiacos que siempre caen en lo ridículo, así como en los números finales. Y mientras toda esta avalancha visual à la 4Chan se desarrolla ante nuestros ojos, otra parte de la audiencia, idiotizada en sentido negativo, sostiene mecánicamente un iPhone o una cámara, con la falsa esperanza de reproducir la experiencia con exactitud unas cuantas horas después. El disparate, por cierto, es también musical. En una hora y cuarenta minutos Miley va del pop más convencional a un cover de (ugh) Los Beatles, a hip-hop y country. Pareciera que hay tantas cosas en su cerebro que ninguna finalmente logra convencerla unilateralmente: Miley es todas las Mileys que puede, que ha podido o podrá ser.

Miley disloca los elementos iconográficos de la americana, de la misma forma en la que hace más de treinta años Bruce Springsteen los enalteció. Y he ahí otro punto crítico que el Bangerz toca: la decadencia cultural en todos sus aspectos: la asfixia de la cultura pop y de la industria cultural a grandes rasgos. Desde las hipnóticas proyecciones con la música de Alt-j en las que Miley aparece estetizada en plan sadomasoquista, semidecapitada, semidesnuda, pintada de negro, pareciera que Miley regurgita lo que MTV nos ha dado por tantos años. Estas proyecciones no reciclan, sino que dialogan humorísticamente con aquella seriedad con la que Madonna, hace veinte años, se tomó su escandaloso video Justify My Love (que a su vez reciclaba, a todas luces, filmes como The Night Porter y la fotografía homoerótica de Mapplethorpe). Poco después, quizá en el momento más grotesco y random de la noche, Miley usaba un trasero prostático para bailar la canción más fuera de tono del set: 23. Y no era sólo Miley, sino también sus bailarinas quienes usaban las nalgas exageradas: tal vez dialogando con una cultura hip hop que ya se ha vuelto un cliché de sí misma. Mientras tanto, Miley simulaba tener sexo anal con ayuda de su grotesco trasero prostático y sus bailarines negros (y este gesto, obsceno, terrible, durante el número de 23, ¡cuánto me recordó a Divine metiéndose carne en la entrepierna desaforada en el filme Pink Flamingos!).

El Bangerz Tour es una suerte de ready-made: basura transformada en propuesta o goce estético, elementos azarosos que conducen a una reflexión cultural. Y, por encima de todo: basura que vale oro (el papel para fumar con dos láminas de oro marca Bangerz a $40 US). Desde la plasta de chilli con carne aparecida en las pantallas durante Somebody Else, misma proyección en la que aparece Miley desnuda, cubierta por frijoles. La desconcertante imagen clausura aparentemente el show, mientras ella diserta acerca de cómo esa extraña imagen representa “lo que ella fue, lo que es y lo que será”. Solo Dios sabe lo que Miley cree que esa imagen expresa, pero lo que sí sabemos los demás es que ese recurso improvisado remplazó al enorme hot dog que gloriosamente inmortalizaba a este tema tan filler de su álbum. Miley, sentada en un enorme perro caliente, es también Miley sentada en el súmmum de la chatarra norteamericana. Precisamente la chatarra norteamericana, que tanto en nos encanta en secreto, es presentada con suma irreverencia, y llegado el gran final, Miley cierra con el tema pop cuasiperfecto Party In The U.S.A., ridiculizando sus orígenes hillbilly, usando una dentadura postiza, como de adicta al crack. Tal vez una de las características que hacen a este espectáculo tan genuino y escurridizo es su capacidad para depurar todo lo que pueda verse muy serio y apelar en toda ocasión a lo lúdico (sin embargo, a duras penas es camp, porque excede incluso los límites del gran lema camp, el slogan de Hooters: Delightfully tacky, yet unrefined). En Adore You, su mejor balada, Miley interpretaba la canción de manera emotiva, mientras que Amazon Ashley, su corpulenta bailarina, hacía una ridícula danza interpretativa. Pareciera que todo el cuerpo de bailarines que conforma al show está decidido a ser una caricatura de sí mismo. Miley Cyrus sin querer habla de los memes potenciales que somos todos nosotros; lo mal que nos vemos tratando de ser otros; lo bien que nos vemos como parodias. Quizá ahí incide el sentido de liberación que Bangerz verdaderamente propone (incluso cuestionándonos si en este sueño de cien minutos cabe la posibilidad de ofendernos, por ejemplo, cuando un Uncle Sam bondage aparece ondeando una bandera de México). Saltando, bañado en sudor, sucio, gritándole en la cara las letras de las canciones a dos que tres personas que se indignaban con mi actitud eufórica, descubrí un yo más agresivo, un yo que cambia la letra de We Can’t Stop llegado el puente de la canción y así grita: it’s our house we can JUMP if we want to! ¿Acaso no Miley me enseñó a desafiar las limitaciones de la indulgencia ajena? Y entonces me sentí libre, navegando en un oscuro desierto de gente: Miley era el oasis…

We run thing. Things don’t run we!
Había leído por ahí que la cultura pop no es más que un manual de autoayuda —cosa que también se podría decir de la alta literatura en general, de Cicerón a Emerson—. Es posible que sea cierto; pero no en el caso particular de Cyrus. La loca fantasía audiovisual y vivencial que Miley promueve es demasiado irreal incluso para ella misma, y su actualidad y su enorme valor se deben a que ella no vende optimismo, sino cinismo, puerilidad, mofa, despropósito, irracionalidad, infantilidad. Elementos necesarios para una vida adolescente soportable. Miley, como la Liz de Jawbreaker, es el sueño adolescente; pero también es como Courtney (Rose McGowan), su propia destructora. Si el tiempo se encarga de difuminar la cultura de frenesí que Miley ha plasmado en su imaginería —dinero, drogas, emojis, Moschino—, por lo menos podemos asegurar que entrará, sublime, como la Josefina de aquel cuento de Kafka, aquella rata que a pesar de sus horribles chillidos lograba cautivar al resto de las ratas, “en la exaltada liberación del olvido”.

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