LOS VALIENTES SASTRES DE LA MAFIA/2

SEGUNDA PARTE
***

Varios minutos más tarde Cristiani se puso de pie chasqueando los dedos. Medía apenas un metro sesenta y siete, pero su porte erguido, su fina elegancia y su penacho añadían fuerza a su presencia. Había además un destello de luz en sus ojos.

—Creo que se me ha ocurrido algo —anunció lentamente, haciendo una pausa para dejar que el suspen-so creciera hasta captar la atención de todos—. Lo que puedo hacer es un corte en la rodilla derecha que coincida exactamente con el de la rodilla izquierda dañada y…
—¿Te has vuelto loco? —interrumpió el sastre mayor.
—¡Déjame terminar, imbécil! —gritó Cristiani, azotando su puño contra la mesa.

Luego continuó:

—Después puedo coser ambas rodillas con bordados decorados que coincidan exactamente, para luego explicarle al señor Castiglia que será el primer hombre en esta parte de Italia en vestir pantalones diseñados a la última moda, con las rodillas bordadas.

Los demás escuchaban asombrados.

—Pero, maestro —le dijo uno de los sastres más jóvenes en tono cauto y respetuoso—, ¿no se dará cuenta el señor Castiglia, cuando usted le presente esta nueva moda, de que nosotros mismos no estamos vistiendo pantalones que sigan esta usanza?

Cristiani levantó las cejas levemente.

—Buen punto —admitió, y una ola de pesimismo retornó a la habitación.

Pero segundos después sus ojos destellaron de nuevo, y exclamó:

—¡Pero sí estaremos siguiendo esta moda! Haremos cortes en nuestras rodillas y los coseremos con bordados similares a los del señor Castiglia.

Y antes de que los hombres pudieran protestar, añadió:

—Pero no cortaremos nuestros propios pantalones. ¡Cortaremos los pantalones que guardamos en el armario de las viudas!

Inmediatamente todos voltearon hacia el armario cerrado en la parte trasera del taller dentro del que colgaban docenas de trajes usados anteriormente por hombres ya muertos. Esos trajes que las acongojadas viudas habían entregado a Cristiani para que no les recordaran a sus difuntos esposos, con la esperanza de que fueran donados a desconocidos que anduviesen de paso y se llevaran los trajes a pueblos lejanos. Cristiani abrió la puerta del armario, tomó varios pantalones de los ganchos y los arrojó hacia sus sastres, urgiéndolos a probárselos. Él mismo se hallaba ya de pie, con su ropa interior de algodón blanco y ligas negras, buscando un pantalón que pudiera acomodarse a su menuda estatura. Cuando lo consiguió, se deslizó adentro, trepó a la mesa y se paró como un orgulloso modelo frente a sus hombres.

—Vean —dijo señalando el largo y el ancho—: un entalle perfecto.

Los otros sastres también empezaron a hacer lo mismo. Pero ya para entonces Cristiani estaba parado en el piso, con el pantalón afuera, cortando la rodilla derecha del pantalón del mafioso para reproducir el daño hecho a la izquierda. Luego aplicó incisiones similares a las rodillas del pantalón que él había elegido para sí.

—Ahora presten mucha atención —llamó a sus hombres.

Con un movimiento de la aguja enhebrada con un hilo de seda aplicó la primera puntada al pantalón del difunto, atravesando el borde inferior de la rodilla con una pasada que hábilmente unió al borde superior. Era un movimiento circular que él repitió varias veces hasta que logró unir firmemente el centro de la rodilla con un diseño bordado, pequeño y curvado, como una corona de la mitad del tamaño de una moneda de diez centavos. Luego procedió a coser el lado derecho de la corona: una costura de menos de un centímetro, ligeramente decreciente e inclinada hacia arriba sobre el final. Tras reproducirla en el lado izquierdo del zurcido, erigió la minúscula imagen de un ave con las alas extendidas, volando directamente hacia quien la viera. Era un ave semejante a un halcón peregrino. Cristiani había creado así un modelo de pantalón con un diseño alado en las rodillas.

—Bueno, ¿qué piensan? —preguntó a sus hombres, dando a entender que no le interesaba realmente lo que estuvieran pensando.

Mientras ellos se encogían de hombros y murmuraban algo por lo bajo, él continuó perentoriamente:

—De acuerdo, rápido. Corten las rodillas de los pantalones que están vistiendo y cósanlas con el diseño bordado que acaban de ver.

Sin esperar oposición —y sin recibirla— Cristiani se inclinó para concentrarse en su propia tarea: terminar la segunda rodilla del pantalón que él mismo habría de vestir y empezar luego con el pantalón del señor Castiglia. En este caso, Cristiani planeaba no sólo bordar un diseño de alas con un hilo de seda que coincidiese exactamente con el color usado en los ojales del saco, sino insertar un trozo de seda en el interior de la parte frontal del pantalón. Quería extenderse desde los muslos hasta las pantorrillas, para proteger así las rodillas del señor Castiglia del roce y disminuir la fricción contra los zurcidos mientras Castiglia desfilara en la passeggiata.

Las dos horas siguientes todos trabajaron en enfebrecido silencio. Mientras Cristiani y sus sastres aplicaban el diseño alado a las rodillas de todos los pantalones, los aprendices ayudaban con las alteraciones menores: cosían botones, planchaban puños y se entregaban a otros menudos detalles que al final dejaran los pantalones de los difuntos tan presentables como fuera posible. Cristiani, por supuesto, no permitía que nadie además de él manipulara la vestimenta del mafioso. Cuando doblaron las campanas de la iglesia marcando el final de la siesta, Francesco Cristiani escudriñaba con admiración la costura que había hecho y agradecía en silencio a su tocayo en el cielo, san Francisco de Paula, por su inspirada guía con la aguja.

Ya se sentían los ruidos de actividad en la plaza. Los campaneos de los carros jalados por caballos, los gritos de los vendedores de comida, las voces de los compradores que iban pasando por el camino empedrado frente al pórtico de Cristiani. Las cortinas de la tienda del sastre acababan de abrirse, y mi padre junto con otro aprendiz fueron destacados en la puerta con instrucciones de avisar tan pronto tuvieran a la vista el carruaje del señor Castiglia.

Adentro, los sastres estaban en fila detrás de Cristiani. Se sentían hambrientos, fatigados y nada cómodos dentro de sus pantalones de muertos con rodillas aladas. Pero la ansiedad y el temor que inspiraba la reacción de Castiglia a su nuevo traje de Pascua dominaban sus emociones. Y sin embargo Francesco Cristiani parecía inusualmente calmado. Además de su pantalón marrón recientemente adquirido, cuyas piernas tocaban sus zapatos abotonados con bordes de tela, el sastre vestía un plisado chaleco gris sobre una camisa a rayas de cuello blanco, adornado por una bufanda borgoña con broche de perla. En su mano, sobre un gancho de madera, sostenía el traje de tres piezas del señor Castiglia que momentos antes había cepillado suavemente y planchado por última vez. El traje aún estaba tibio.

***

Veinte minutos después de las cuatro de la tarde, mi padre entró corriendo y, con un chillido que no podía ocultar su pánico, anunció: “¡Sta arrivando!”. Un carruaje negro tirado por dos caballos se detuvo repiqueteando frente a la tienda. El cochero, armado con un rifle, descendió de un salto para abrir la puerta. De allí apareció la oscura silueta de Vincenzo Castiglia, quien rápidamente dio los dos pasos que lo separaban de la acera. Lo seguía un hombre, su guardaespaldas, con un sombrero negro de ala ancha, una capa larga y botas abrochadas. El señor Castiglia se quitó su fedora gris y con un pañuelo limpió el polvo del camino de su frente. Estaba entrando en la tienda cuando Cristiani salió a toda prisa para saludarlo.

—¡Su maravilloso traje de Pascua lo espera! —proclamó Cristiani sosteniendo el gancho en lo alto.

Castiglia examinó el traje sin pronunciar comentario alguno. Luego, después de rechazar cortésmente el ofrecimiento de whisky y vino de parte de Cristiani, indicó a su guardaespaldas que lo ayudara a quitarse el saco para probarse su indumentaria de Pascua. Cristiani y los demás sastres aguardaban muy quietos, observando cómo la pistola en la sobaquera de Castiglia se balanceaba al extender sus brazos y recibir el chaleco plisado gris, seguido del saco de hombros anchos. Conteniendo el aliento en el momento de abotonar el chaleco y el saco, Castiglia giró hasta ubicarse al frente del espejo de tres cuerpos que había al lado del probador. Admiró su reflejo desde cada ángulo y volteó hacia su guardaespaldas, quien asintió con un gesto. Por fin el señor Castiglia comentó con voz de mando:

—¡Perfetto!
—Mille grazie —respondió Cristiani inclinándose ligeramente mientras retiraba el pantalón del gancho y se lo entregaba.

Castiglia pidió permiso para ingresar en el probador y cerró la puerta. Algunos sastres empezaron a dar vueltas por el cuarto, pero Cristiani se mantuvo firme, silbando suavemente para sí. El guardaespaldas, todavía con su capa y su sombrero puestos, se había sentado cómodamente en una silla con las piernas cruzadas. Fumaba un cigarrillo. Los aprendices se reunieron en la trastienda, a excepción de mi nervioso padre, quien permaneció en el salón, ordenando y reordenando pilas de materiales en un mostrador mientras mantenía un ojo pegado al probador.

Nadie dijo ni una palabra durante más de un minuto. Los únicos sonidos que se escuchaban eran los que hacía el señor Castiglia al cambiarse de pantalón. Primero se oyó el golpe seco de sus zapatos cayendo al piso, y luego la leve fricción de la fina tela elegida para su traje. Segundos después un fuerte estruendo hizo estremecer la división de madera: presumiblemente Castiglia había perdido el equilibrio cuando se paraba en una sola pierna. Tras un suspiro, una tos y el rechinar de sus zapatos de cuero, volvió el silencio. Pero entonces, de repente, una grave voz detrás de la puerta bramó:

—¡Maestro!

Y luego más fuerte:

—¡¡¡Maestro!!!

La puerta se abrió de golpe, revelando el airado rostro y la encorvada figura del señor Castiglia. Con sus dedos señalaba sus rodillas dobladas y el diseño de alas en el pantalón. Luego, balanceándose hacia Cristiani, volvió a gritar:

—Maestro, ¿che avete fatto qui?

El guardaespaldas se levantó de un salto, con la mirada puesta en Cristiani. Mi padre cerró los ojos. Los otros sastres dieron un paso atrás. Pero Francesco Cristiani siguió de pie, impasible a pesar de que el guardaespaldas se había llevado la mano dentro de la capa.

—¿Qué ha hecho? —repitió Castiglia aún con las rodillas arqueadas, como si sufriera de parálisis.

Cristiani lo observó un par de segundos y finalmente, con el tono autoritario de un maestro enseñándole a un alumno, le respondió:

—¡Oh, qué decepcionado estoy! Qué triste e insultado me siento de que usted no sepa apreciar el honor que estaba tratando de brindarle porque pensé que lo merecía. Pero lamentablemente estaba equivocado.

Y antes de que el confundido Vincenzo Castiglia abriera la boca, continuó:

—Usted me exige saber lo que hice con su pantalón sin darse cuenta de que yo he querido presentarle el Nuevo Mundo, que es adonde pensé que usted pertenecía. Cuando entró en la tienda para su primera prueba el mes pasado, usted parecía muy diferente de la gente retrógrada de esta región. Tan sofisticado. Tan individualista. Usted había viajado a América, me dijo, había visto el Nuevo Mundo, y yo asumí que estaba en contacto con el espíritu contemporáneo de la libertad. Pero me equivoqué. Nuevas ropas, en realidad, no rehacen al hombre en su interior.

Dejándose llevar por su propia grandilocuencia, Cris-tiani volteó hacia su sastre mayor, que se hallaba más cerca de él. Impulsivamente repitió un viejo proverbio del sur de Italia que lamentó haber dicho en cuanto las palabras salieron de su boca.

—Lavar la testa al’asino è acqua persa (Lavar la cabeza a un asno es un desperdicio de agua) —entonó Cristiani.

El pasmo se esparció por toda la tienda. Mi padre se escabulló detrás del mostrador. Los sastres de Cristiani, horrorizados ante tal provocación, temblaron al ver que su rostro enrojecía y sus ojos se entrecerraban. Nadie se habría sorprendido si el siguiente sonido hubiera sido el disparo de una pistola. En efecto, hasta el mismo Cristiani bajó la cabeza y pareció resignado a su suerte. Pero extrañamente, habiendo ido demasiado lejos como para regresar, Cristiani repitió sus palabras sin considerar las consecuencias:

—Lavar la testa al’asino è acqua persa.

El señor Castiglia no respondió. Resopló, se mordió los labios, pero no dijo ni una palabra. Quizá nunca antes había sentido semejante insolencia de nadie, y menos aún de un pequeño sastre. Castiglia estaba demasiado sorprendido como para actuar. Incluso su guardaespaldas parecía paralizado, con una mano todavía oculta bajo su capa. Tras unos pocos segundos de silencio, los ojos de la cabizbaja tez de Cristiani se levantaron tímidamente, y vio al señor Castiglia de pie con los hombros caídos, la cabeza ligeramente inclinada y la mirada perdida y llena de remordimientos. Castiglia miró a Cristiani y pestañeó. Finalmente dijo:

—Mi difunta madre usaba esa expresión cuando yo la hacía enojar —les confió a todos.

Tras una pausa, añadió:

—Ella murió cuando yo era muy joven.
—¡Oh, cuánto lo siento! —dijo Cristiani al notar que la tensión se disipaba en el ambiente—. Espero, sin embargo, que acepte mi palabra de que nosotros sí tratamos de hacerle un bello traje para la Pascua. Sólo estaba muy decepcionado de que no le gustase su pantalón diseñado a la última moda.

Mirando otra vez sus rodillas, Castiglia preguntó:

—¿Esto es la última moda?
—Sí, así es —reafirmó Cristiani.
—¿Dónde?
—En las grandes capitales del mundo.
—¿Pero no aquí?
—No aún —dijo Cristiani—. Usted es el primero entre los hombres de esta región.
—¿Pero por qué tengo que empezar yo la última moda en la región? —preguntó Castiglia con una voz que ahora sonaba inse gura.
—Oh, no. Realmente no ha empezado con usted —lo corrigió Cristiani—. Los sastres ya hemos adoptado esta moda.

Y levantando una de sus rodillas, dijo:

—Véalo usted mismo.

El señor Castiglia bajó la mirada para examinar las rodillas de Cristiani y luego giró para inspeccionar la habitación entera. Al chocarse con la mirada de los demás sastres, éstos fueron levantando sus rodillas y asintiendo uno tras otro, señalando el ya familiar diseño alado del ave infinitesimal.

—Ya veo —dijo Castiglia—. Y veo también que le debo una disculpa, maestro. A veces le toma tiempo a uno darse cuenta de lo que está a la moda.

Estrechó la mano de Cristiani y le pagó. Pero como al parecer no quería quedarse un minuto más en ese lugar donde su ignorancia había sido expuesta, el señor Castiglia llamó a su obediente y mudo guardaespaldas y le lanzó su traje viejo. Vistiendo el nuevo, con el diseño alado en ambas rodillas, e inclinando el sombrero en señal de despedida, el señor Castiglia se dirigió a su carruaje. Mi padre ya le había abierto la puerta de la tienda de par en par.

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