1942 era un año de contrastes en el país: por un lado, el 22 de Mayo el presidente Manuel Ávila Camacho había firmado la declaración de guerra en contra de los tres países del eje en represalia por el hundimiento de los barcos petroleros Potrero del llano y Faja de oro; sin embargo, en el país, poco a poco se respiraba un ambiente de tranquilidad luego de décadas de rebeliones, masacres y guerras religiosas. El proyecto político emanado de la revolución iba adquiriendo solidez, y las perspectivas económicas parecían ser las mejores luego de la nacionalización de la industria petrolera, decretada en 1936 por el presidente Lázaro Cárdenas. La Segunda Guerra Mundial trajo prosperidad al país en la medida en que los países confrontados requerían enormes cantidades de materias primas –hidrocarburos, minerales, metales, alimentos–, para seguir en la conflagración. En el aspecto cultural, México también parecía convertirse en una presencia de primer orden, pues en ese tiempo iniciaban su labor –o llegaban a su cúspide creativa–, autores de la talla de Juan Rulfo, Juan José Arreola, Salvador Novo, Efrain Huerta, José Revueltas, Octavio Paz o Alí Chumacero, al tiempo que se generaba una industria cinematográfica que llegó a rivalizar con el mismo Hollywood. De esta manera, México era una nación en vías de convertirse en una potencia de primer orden.
Justo en esta época surge el monstruo en el Mar del Norte.
EL PATIO DE MI CASA
Un día de Septiembre de 1942 el abogado y reconocido penalista Miguel Árias Córdoba se presentó a las oficinas del Servicio Secreto. Estaba desesperado, pues su hija Graciela, estudiante de veinte años, había desaparecido días atrás. Los agentes de inmediato iniciaron las pesquisas, y durante los interrogatorios a compañeros de la muchacha, se enteraron que esta tenía una estrecha amistad con un joven mayor que ella, de nombre Gregorio Cárdenas Hernández, cuya dirección se ubicaba en la calle Mar del Norte número 20, por el rumbo de Tacuba. Se dirigieron al lugar, y al no encontrar al joven, entraron al domicilio. Los vecinos de la colonia salieron conmocionados a ver a los uniformados, y refirieron que el inquilino, a quien todo el mundo llamaba cariñosamente Goyo, era un joven serio y estudioso que tenía un trabajo estable y automóvil propio. Los agentes encontraron tierra removida en el pequeño jardín de la casa; temieron lo peor. Comenzaron a escarbar para encontrarse con que su intuición no les había fallado: el cadáver de Graciela surgió de entre la tierra para horror de los presentes. Siguieron escarbando, y poco a poco surgieron más cuerpos en estado de putrefacción, todos de jovencitas de entre catorce y veinticinco años, con huellas de haber sido estranguladas y, algunas de ellas, cubiertas de polvo o pintura dorada.
La Policía Secreta de inmediato inició la búsqueda y captura de Gregorio Cárdenas Hernández, de quien fueron haciendo un retrato más completo: veintisiete años, oriundo de Orizaba, Veracruz, estudiante de excelencia en la facultad Ciencias Químicas la Universidad Nacional y empleado de la naciente Petróleos Mexicanos (PEMEX), en donde le habían ofrecido una beca completa de estudios en el extranjero, misma que declinó por no alejarse de su madre. Además, en la paraestatal, Gregorio fungía como líder sindical. El joven rentaba la casa en Mar del Norte como un pequeño estudio y laboratorio en donde pernoctaba, pero no vivía ahí, pues muchas veces se quedaba en casa de su adorada madre, Vicenta Hernández, ubicada en la calle Zarco, en la Colonia Guerrero. Los agentes de la secreta encontraron que Gregorio había sido internado en un hospital psiquátrico, ya que afirmaba que había inventado una pastilla que hacía invisible a quien se la tomara y que solo esperaba que esta hiciera los efectos para desaparecer. La policía no se creyó tan estrafalaria historia y lo llevaron a confrontarse con los restos de sus víctimas. Goyito, frente al cadáver de Graciela, ya no pudo continuar con la farsa y aceptó sus crímenes. En la estación de policía, haciendo gala de sus dotes de mecanógrafo, redactó el mismo su confesión, aceptando el asesinato de Graciela Árias –a la que mató de un golpe en la cabeza–, y de las prostitutas María de los Ángeles Moreno, Raquel Martínez y Rosa Reyes.
UN BUEN MUCHACHO
A pesar de la brutalidad de sus crímenes y de la profusa difusión que de sus terribles actos hizo la prensa, mucha de la gente que vivió en la época de Goyo habla con benevolencia del también llamado Estrangulador de Tacuba. Esto se debe, quizá, a su historial como ciudadano intachable –por supuesto, a excepción de sus asesinatos–, a su imagen de buen hijo –siempre hizo patente su adoración por doña Vicenta–, y a su poderoso encanto personal. En los primeros dos años de su condena fue recluido en el Manicomio de La Castañeda, –ubicado en lo que actualmente es la Unidad Plateros, en la Ciudad de México–, donde pudo gozar de un régimen bastante benigno: sostenía relaciones amorosas con las empleadas del lugar, tenía permiso de acudir a las ponencias que ahí se impartían, e incluso, de cuando en cuando le daban dispensa para acudir al cine en compañía de alguna de sus amigas. Goyo, sin embargo, abusó de estas condiciones y un día decidió tomarse unas vacaciones en Oaxaca, estado en donde fue recapturado e ingresado, esta vez, a la mucho menos tolerante prisión de Lecumberri. Fue en el Palacio Negro en donde Cárdenas pasó casi la mitad de su vida, y fue ahí en donde se volvió toda una celebridad. En el transcurso de su cautiverio, que se extendió hasta 1976, Goyito se convirtió en un penalista de prestigio, practicó su talento musical gracias a un órgano que le regaló su madre, en la que ejecutaba piezas de Brahms, Bach y Mozart, escribió cuatro libros que se convirtieron en best sellers, pintó cerca de ochenta lienzos y un mural, manejó una próspera tienda de abarrotes y se casó con una amiga de su madre, con la que procreó cuatro hijos.
EL HOMBRE Y EL MONSTRUO
Por la época en la que Goyo Cárdenas se hacía de fama gracias a sus crímenes, se encontraba en activo el más eminente de los criminalistas mexicanos: el doctor Alfonso Quiroz Cuarón. Originario de Jiménez, Chihuahua, y nacido en el mismo año del inicio de la revolución, el criminólogo trabajó por muchos años como director de investigaciones para el Banco de México, pues su especialidad era detectar fraudes, en especial, los relacionados con la falsificación de moneda. También como autor, escribió algunos de los textos que hoy son canónicos en el derecho y la investigación forenses en México, tales como Medicina Forense y El costo social del delito. Como analista de la conducta criminal hizo el perfil de algunos de los criminales más notorios de aquel tiempo, tales como el falsificador Enrico Samipetro, el spree killer Higinio El Pelón Sobera, y Ramón Mercader, el asesino material de León Trotsky. El doctor Quiroz logró encerrar a algunos de los criminales más famosos de la época y aunque no participó directamente en la captura de Gregorio Cárdenas, sus opiniones fueron fundamentales para develar el misterio detrás de la conducta del asesino en serie.
Quiróz Cuarón, junto con otros, fue convocado para analizar al Estrangulador de Tacuba con el fin de determinar si sus asesinatos se debieron a una secuela de la epilepsia, a la esquizofrenia, o por alguna otra razón desconocida. Cabe recordar que el caso de Goyo era inédito en México, pues aunque habían existido asesinatos de esta índole en el país, el hecho de que un joven decente, productivo y con un futuro promisorio de buenas a primeras se aficionara a estrangular mujeres era difícil de procesar médica o legalmente, y más aún, de explicar a la sociedad. La pregunta central era ¿Gregorio era responsable de sus actos, o no?
Las declaraciones del estrangulador eran ambiguas, pues aunque había confesado por escrito su responsabilidad en los asesinatos de Mar del Norte, se contradecía constantemente, entraba en estados de catatonia y alegaba no recordar muchos de los detalles de los hechos. Quiróz Cuarón rememora la ocasión en que conoció a Goyito:
[…] La primera entrevista profesional que tuvimos con Gregorio ocurrió en agosto de 1943. La actitud del paciente fue atenta y dócil, al paso que su lenguaje era lento y en voz baja. El doctor Gómez Robleda y yo pudimos efectuarle sinnúmero de exploraciones y en cada una de las sesiones encontramos colaboración amplia del sujeto. Su cara se movía con lentitud, dando la apariencia de que todo le era indiferente, aunque a veces, cuando se mostraba preocupado, el contraste surgía por medio de contracciones intensas de los músculos faciales, más pronunciadas del lado izquierdo. Su actitud general correspondía a movimientos lentos, que sugerían tranquilidad, y además de los tics, se le notaba un temblor rápido, poco amplio, de los dedos de las manos .
Sin embargo, los cambios en la conducta de Cárdenas eran constantes, pues en otro encuentro, ocurrido el 30 de septiembre del mismo año:
[…] observamos al homicida en actitud diferente: la mirada ahora era vaga y los rasgos faciales fijos, impasibles, con espasmos frecuentes en rostro y cuello. A nuestras preguntas respondía de modo incoherente y decía no reconocer a las personas. Se veía desorientado y se quejaba, además de dolores de cabeza.
Pero los cambios no acabaron ahí, pues unos años después, Quiróz Cuarón describe que en Lecumberri:
[…] Lo observamos en una actitud esterotipada, cortés, con amaneramientos, en los que a las cosas las llamaba con sus diminutivos. Su característica más notoria era la exhibición de una falsa modestia y sus respuestas a las preguntas pretendían ser sutiles. Con respecto a los crímenes cometidos, afirmaba no experimentar remordimiento alguno porque no se sentía culpable por ellos .
Cabe mencionar que el abogado defensor de Cárdenas Hernández, a petición expresa de su cliente, siempre sostuvo la versión de que los actos de Goyo habían sido consecuencia de la locura. También hay que señalar que durante su cautiverio el comportamiento del multihomicida cambió gradualmente a medida que aprendía acerca de psiquiatría y medicina. Otro detalle a destacar es que, durante sus dos primeros años de encierro en el sanatorio de La Castañeda fue sometido a diversos tratamientos, mismos que incluyeron electrochoques. Sin embargo, la prueba definitiva ocurrió cuando, a instancias del especialista Carlos Espeleta, se expuso al asesino a los objetos materiales de los crímenes. Luego de hacerle pruebas neurológicas, y de una sesión con pentonal sódico, a Gregorio Cárdenas se le aplicó un interrogatorio que hoy día sería catalogado de ilegal por su violencia sicológica:
[…] Se procedió primero a golpear con el canto de la pala el borde de la plancha de granito donde se había colocado a Gregorio Cárdenas Hernández mientras se le preguntaba si recordaba para que había servido esa pala. Cárdenas Hernández, entre gritos y llanto, respondió que él la había utilizado para cavar las fosas donde sepultó a las víctimas; sin embargo, lo más dramático fue cuando se le pasó la soga por el cuello, pues el sujeto, gritando con mayor intensidad (sus gritos podían escucharse a varios metros de distancia del cuarto de exploración), y entre gesticulaciones verdaderamente impresionantes y llanto incontenible, imploraba una y otra vez “Por favor, dejen de martirizarme con esa soga. ¿No ven que con ella martiricé a las criaturas?”. La prueba permitió concluir que el hombre recordaba a la perfección los detalles de los delitos perpetuados y su pretendida amnesia acerca de los mismos era buscada, querida, oportuna, defensiva y simulada.
Gracias a esta sesión, los diagnósticos iniciales que apuntaban hacia la esquizofrenia o la epilepsia –que hubieran podido ocasionar amnesia episódica–, fueron descartados. Alfonso Quiróz Cuarón indagó más profundamente, encontrando en una exploración física del asesino algunas marcas de color oliváceo a lo largo del pecho, la espalda y las extremidades; además, su lengua presentaba fisuras características de enfermedades del sistema nervioso central. Por otro lado, Goyito sufría de tics nerviosos y dormía periodos anormalmente largos, síntomas que indicaban la misma dirección.
Por medio de datos que recabó de doña Vicenta Hernández, el doctor Quiróz Cuarón supo que las manchas habían aparecido en su hijo a temprana edad, y que ella, cansada de que los médicos no acertaran en el diagnóstico, lo llevó con un curandero, quien lo hizo bañar en leche de cabra. Otros estudios le indicaron al criminólogo que durante la infancia de Cárdenas, en la región de donde era oriundo, se había desatado una epidemia de encefalitis. Por lo tanto, para el investigador, la conducta y crímenes de Cárdenas pudieron deberse a una enfermedad infantil no detectada, misma que le afectó el sistema nervioso central y lo hizo proclive al comportamiento violento.
EL RÉGIMEN REVOLUCIONARIO FUNCIONA
Goyo Cárdenas salió de su cautiverio, convertido en una celebridad, el 8 de septiembre de 1976. Lo esperaban su esposa y sus cuatros hijos, además de las regalías de sus libros y su carrera como abogado litigante. Pocos días despúes, fue invitado a la Cámara de Diputados de la República, durante un acto encabezado por Mario Moya Palencia, en ese momento, secretario de Gobernación. Cuando fue reconocido, el multihomicida fue ovacionado de pie por los representantes de la nación, quienes lo alabaron como un ejemplo de que el sistema penitenciario mexicano era eficaz en rehabilitar y reinsertar a los criminales a la sociedad. El doctor Quiróz Cuarón fue también invitado al acto, al cual no asistió. Sin embargo, reflexiona acerca del mismo en sus escritos:
[…] Por fortuna, no asistí al acto porque, de haberlo hecho, hubiera pasado un mal rato quedando como el villano de la película cuando los diputados, puestos de pie, como si se tratara de un héroe, ovacionaron de esa manera a Cárdenas Herández, al que yo había contribuido, mediante los exámenes realizados, a que permaneciera recluido por más de treinta años.
Luego del episodio, Gregorio Cárdenas vivió una vejez apacible, se mudó a California, en Estados Unidos, en donde murió el 2 de agosto de 1999.
CONCLUSIONES
Curiosamente, Gregorio Cárdenas cometió un terrible error a la hora de plantear su defensa, mismo que lo tuvo en cautiverio mucho más años de los que le hubieran correspondido: declararse insano mental. Si hubiera sostenido su declaración inicial, la misma que mecanografió él mismo, sólo habría pasado dos décadas en la cárcel, pues esa era la pena máxima que un juez podía imponer en 1942. Sin embargo, debido a todo el proceso, investigaciones, dictámenes y vaivenes en su caso, estuvo recluido por más de treinta años.
Se pueden elaborar varias hipótesis acerca de tal decisión: Quizá para Goyo declararse culpable hubiera sido muy vergonzoso, pues hubiera tenido que aceptar ante su madre que había matado a sus víctimas por placer; quizá por histrionismo, pues pronto se dio cuenta del revuelo que ocasionaba, y de la atención de la que era objeto, o quizá, porque ni él mismo aceptaba al monstruo que vivía dentro de él. Algo notable es que, sin ese error, su leyenda no se habría acrecentado de la manera en que lo hizo.
Y quizá jamás hubiera existido el estrangulador de Tacuba.
Para saber más:
GARMABELLA, José Ramón, El Criminólogo: los casos más impactantes del doctor Quiróz Cuarón. 2007, México. De Bolsillo
HAM, Ricardo, México y sus asesinos seriales, 2008, México, Stonehenge Books
Las citas fueron tomadas de GARMABELLA, El Criminólogo: los casos más impactantes del doctor Quiróz Cuarón, de José Ramón Garmabella 2007, México. De Bolsillo, p. 72