EL HORROR DE CARNE Y HUESO

Dropped off the edge again down in Juarez
“don’t even bat an eye
If the eagle cries” the rasta man says, just cause the desert likes
Young girls flesh and
No angel came.
Tori Amos – “Juárez”

enguin Random House lanzó Caballo de Troya, iniciativa editorial que acoge nuevas voces narrativas bajo el criterio de un editor invitado. Rodrigo Castillo, que también estuvo en el Fondo Editorial Tierra Adentro, apostó por la publicación de El emisario o la lección de los animales, de Alejandro Vázquez Ortiz; Mi abuelo y el dictador, de César Tejeda; Algunas margaritas y sus fantasmas, de Paulette Jonguitud y Matagatos, de Raúl Aníbal Sánchez. Esta última es una novela de iniciación: Francisco, Javier y Adán, entrados en la adolescencia, se aferran a una tabla de salvación para navegar en la desolación. El epígrafe, que alude a Tofet, lugar donde se sacrificaban infantes para el dios Moloch Baal, nos advierte que ellos tres no saldrán ilesos del todo, a pesar de que su amistad cómplice ha sido un refugio sagrado donde transcurrieron “horas y horas en las que la plática se extendía en todas direcciones y sin aún sentido, tendidos panza arriba en alguna banqueta aún cálida por el sol del día que había pasado, mirando las estrellas”.

Detrás del supuesto crecimiento económico impulsado por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), asoma la cabeza la precarización: las oportunidades siguen siendo insuficientes y quienes corren con la suerte de entrar a la fuerza de trabajo se topan con condiciones laborales que no mejoran mucho según el acuerdo regional. En la década de los noventa, la violencia y la inseguridad también eran el pan de todos los días: “Una pequeña guerra entre narcotraficantes, la primera de muchas, explotó en las calles de Juárez y la vida se hizo insufrible. Mutilados, decapitados, coches bomba: mensajes macabros redactados con cuerpos humanos”. Ese es el entorno del trío de amigos (“No era de extrañar que aquellos muchachos del barrio crecieran semisalvajes”), de los cuales Adán es el líder y, desde la primera página de Matagatos sabemos que han encontrado su cuerpo: “Cuatro años antes del asesinato de Adán comenzaron los feminicidios que después hicieron famosa a la ciudad fronteriza (…) Después cada semana una mano o un pie desnudo delataban algún nuevo cadáver femenino, violado y estrangulado, escondido entre las dunas desérticas”. Esta arqueología se expande hasta la ciudad capital de Chihuahua, estado que, según análisis recientes, sería de los más afectados si se cancelara el TLCAN.

Raúl Aníbal Sánchez tiene un ojo avizor y nos muestra, con una técnica narrativa digna de uno de los cuatro evangelistas, la personificación del mal: Gilberto, “nombre germánico que quiere decir famoso por la flecha”, y conocido como el Matagatos, sobrenombre que adquirió cuando mató a un felino del que “dicen que no dejó ni el cuero”. Su formación es militar y policial, su perfil psicológico parte de haber sido abusado en la infancia y, como suele suceder, se transforma en un abusador extremadamente cruel, sin empatía. El escenario apocalíptico es una ciudad que hace honor a ese lugar mencionado en Libro de Jeremías en el que bebés recién nacidos eran cremados para ofrecerlos a la deidad cananita: “Fue un 4 de octubre cuando Adán desapareció, día de San Francisco de Asís, patrón de los animales y de los lobos en especial. Su cadáver, medio mordisqueado por perros salvajes, apareció el 12, Día de la Raza”.

La imaginería, una de las virtudes de esta novela, se encuentra precisamente en los testimonios intercalados del Matagatos: “Lo otro está afuera, sigue y seguirá matando porque no lo pueden detener”. O: “Lo más cercano al sentido que mantiene el mundo debería ser su capacidad de reproducir ese animal grotesco que somos. Ese mecanismo babeante”. El también poeta y ensayista inserta versos de poetas como Baudelaire en el recuento, casi bíblico, del despertar de estos tres amigos, algunas veces antihéroes, otrora testigos pasivos que “después crecieron y estudiaron y vieron a nuestros amigos morir acribillados, de sobredosis o en accidentes automovilísticos. La ciudad se puso peor y la sangre llegó al río, como dice el proverbio, pero en este caso fue literal. Había muchas masacres en bares y avenida, y la sangre de decenas de cadáveres siguió la dirección del deficiente drenaje pluvial de la ciudad”.

El Matagatos, misógino y cínico, también es víctima y victimario que aprovecha la oportunidad de reivindicarse en un sistema donde impera la locución Homo homini lupus: “Pero me cansé de los niños. No de su amor, que es lo único bueno que hay en el mundo, sino de la estupefacción de su mirada, su suspicacia ante la muerte aún cuando ya estaba sobre ellos. Supuse que era la edad, no todos pueden vivir con esta consciencia de la muerte, como yo lo hago”.

Libro que puede leerse sin interrupciones, el ritmo de Matagatos está marcado por una tensión constante: cada personaje se deshumaniza por las ausencias que le preceden, las cuales no son solo físicas sino, incluso, de capacidades básicas como la empatía: “El daño entre los tres era mayor de lo que creían y para recomponer el tejido del mundo Adán tenía que entregar lo más preciado de su reputación”.

En Matagatos, Raúl Aníbal Sánchez expone el círculo vicioso de la destrucción: “¿Quién puede prever cómo se instala la violencia en nuestras vidas? A veces, aunque las señalas son evidentes, algo en la existencia social nos lleva a dejarlas pasar”. El merismo también aparece en Matagatos: “qué degradación de todo lo perfecto es amar una cosa”. La verdad suprema es una paradoja: este también es un valle de la Matanza inspirado en la recordada en el Antiguo Testamento: “Por tanto, he aquí vendrán días, dice Jehová, que no se dirá más, Tofet, ni valle del hijo de Hinom, sino valle de la Matanza; y serán enterrados en Tofet, por no haber lugar.” (Jeremías 7: 32).

Raúl Aníbal Sánchez, Matagatos, Caballo de Troya. 2017.

 

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