DE ESTUDIANTE A INMIGRANTE. PARTE II

omo dice el filósofo, los caminos de la vida no son como yo pensaba. Al viajar a Canadá para estudiar un doctorado siempre pensé que regresaría a México para buscar un trabajo en la academia, o continuar mi vida como periodista, o tal vez editar para alguna firma que produjera alta literatura. En verdad os digo, Peña Nieto me convenció de que eso no era posible.

A la distancia, los cambios que se dan en un lugar son, a veces, más evidentes. La primera vez que regresé al país después de las elecciones presidenciales, las cosas estaban feas. Había un profundo enojo en la mayoría de las personas, y algunos sectores, los cercanos al gobierno, los que habían trabajado por la elección del PRI, habían ganado en arrogancia, exhibían una sonrisita sardónica, habían regresado por sus fueros y no se irían otra vez.

En mi nueva condición de inmigrante, volví a Canadá y pedí todo tipo de trabajos académicos que no conseguí. El trabajo editorial que hacía a distancia también cesó de manera intempestiva. El presupuesto para proyectos editoriales y culturales se fue diluyendo desde el primer momento de la vuelta al poder del partido del dinosaurio. Mi doctorado y yo fuimos a pedir trabajo al centro comercial y lo obtuvimos en el área de relojería, cambiando pilas, ajustando correas y ofreciendo plumas a lo clientes. Mi supervisora me recomendó que me “educara a mí misma” sobre las marcas de relojes y que hiciera “investigación” para distinguir los que podía manejar y los que no, por ser demasiado finos y caros. Evité explicarle que mi último trabajo en México había sido como co-editora de la sección de estilo de vida en un periódico de circulación nacional y que lo sabía TODO sobre relojes finos. De todas formas, nunca había intentado abrir uno, fino o no, y mi habilidad manual se limitaba, y sigue limitada, a las teclas de cualquier modelo de computadora.

En el centro comercial me sentí por primera vez brown. La gente me pedía dos o tres veces que les repitiera lo que había dicho, porque no entendían mi acento, eso sí, tan cute. “Todos los acentos son tan bonitos”, me dijo una vez un cliente. “¿De dónde es el tuyo? ¿Francia? ¿Europa Oriental?” “México, señor” “Ah, México. Muy bien. ¿Cuánto es?”. Cuando los clientes sabían que era mexicana, una de las reacciones más comunes era decir: ¡tan mal que están por allá! Al principio me dediqué a tratar de sacarlos de esa percepción, diciendo que la mayor parte del país estaba tranquilo, que los medios se concentraban en las noticias escandalosas, las que más venden, y por supuesto, argumentando sobre la campaña de desacreditación por parte de Estados Unidos. Pero conforme pasaban los días, ya no me quedó más remedio que escuchar sin tratar de convencer a nadie porque el panorama se oscurecía cada vez más.

Tras mudarme a vivir con mi marinovio, seguí con la búsqueda de trabajo, ya sin expectativas de conquistar la “gran plaza universitaria definitiva”. De hecho, tampoco logré colarme con una plaza temporal en la universidad, así que busqué algo escribiendo. El trabajo perfecto se presentó cuando un sitio web de entretenimiento, Diply, nacido y asentado en PuebLondon, decidió experimentar con el mercado hispano y abrió su departamento de escritores en español. Ahí tuve mi segundo gran choque cultural.

Diply es un sitio de memes, bromas y alguno que otro texto “inspiracional”, con historias que hacen sentir bien a los lectores. Es una empresa que pretende equipararse a Google en su filosofía de apertura, buena ondita laboral. Con los viernes de pizza, los almuerzos mensuales temáticos (hay que ir disfrazados y toda la cosa), concursos de baile durante las horas de trabajo y cosas así. El departamento de español consistía de una editora, coeditora y 4 “escritores” (entre comillas, porque nuestros textos eran apenas más largos que un tweet). El resto de los departamentos, entre todos, tenían más de 50 personas trabajando en la misma zona de “creativos” que, fuera de las horas de socialización, estaban concentrados en sus computadoras y dialogaban a través del chat interno. Los latinos (El Salvador, Colombia, Ecuador, Venezuela y yo, de México) éramos los únicos que hablábamos en voz alta, pedíamos cosas de un escritorio a otro, nos reíamos de las ocurrencias del compañero. En esa oficina nos convertimos muy pronto en la definición del escándalo, el ruido, la baja productividad (algo que no necesariamente ocurría) y el desorden en general. No ayudó en nada que uno de nuestros compañeros escondió un six de cervezas que era el premio de un concurso de “lagartijas” que se llevó a cabo en la compañía. El juró que lo había hecho como una broma, pero el resto de los creativos lo tomaron como un intento de robo nada simpático.

Yo salí de la empresa porque mi permiso de trabajo venció. Para mí comenzó el verdadero camino en pos de la residencia permanente, con ayuda de abogada y todo, porque las leyes de migración se han hecho más y más estrictas, complicadas y caras. Un par de meses después de que dejé el trabajo, el glorioso departamento de español en Diply fue disuelto, argumentando que no había un mercado suficiente para sus productos (¿que qué?????). En realidad, la batalla entre brown y white nunca se niveló, la imagen que se tenía de los hispanos como trabajadores estaba ligada al ruido, la deshonestidad y los problemas migratorios. Caros y latosos, había que deshacerse de ellos.

La parte más dolorosa del proceso de residencia fue para mi la instrucción de no salir de Canadá. Mi abogada me recomendó no viajar durante los 26 meses que dura el proceso, en promedio. Durante este tiempo me he perdido navidades, cumpleaños y los últimos días de vida de mi abuela. Hace un mes recibí un correo electrónico diciendo que mi residencia permanente está aprobada “en principio”, lo cual quiere decir que tengo amplias posibilidades de obtenerla y tengo que esperar tres meses más para que me den una entrevista y una decisión. ¿Valdrá la pena? Solo el tiempo lo dirá. Antes de saberlo debo intentar recuperar el nivel profesional en mi vida y salir de vez en cuando del país. Transitar de inmigrante a residente, seguir subiendo de nivel, como Super Mario, en un juego interminable por encontrar un lugar en una sociedad sin perder del todo mi sitio en aquella otra, ahora distante, sociedad mexicana.

 

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