SOMOS MARI PEPA

Aunque padece algunos de los problemas de cualquier gran metrópoli (sobrepoblación, pandillerismo, pobreza en los barrios de la periferia), el Distrito Federal es una urbe de ensueño, cosmopolita, habitada principalmente por jóvenes de nivel medio y uno que otro naco chistoso y sin resentimientos de clase. Por el contrario, el resto del país resulta un páramo seco dominado por bandas de narcotraficantes donde sólo hay puebluchos miserables y una vía del tren invadida de centroamericanos queriendo treparse al convoy para cruzar a los Estados Unidos.

Para suscribir estos despropósitos hay que ser cretino, jamás haber salido de la colonia Narvarte y probablemente formar parte de la dirigencia de algún partido político. Sin embargo, cabe también la posibilidad de opinar lo mismo después de haber visto una maratónica sesión de cine mexicano de la última década -churros comerciales, bodrios festivaleros o proyectos de alta calidad, da igual- en los cuales siempre se retrata al país como si viviéramos aún en la República Centralista del general Santa Anna. Tenía razón la Güera Rodríguez: fuera de México todo es Cuautitlán.

Quienes trabajan para la industria apelarán a la lógica y a una buena planeación (rodar en la Condesa es mucho más barato que transportar el equipo y al crew hasta Tepic, por supuesto); otros harán el recuento de los largometrajes que en los últimos años fueron producidos en diversos estados de la República, donde incluso existen comisiones estatales para la promoción de locaciones y apoyo a la producción. Lo cierto es que el cine mexicano, a pesar de la andanada de premios que recoge cada año en los festivales del mundo, suele ser monotemático y cada vez se reduce más al cine chilango. ¿Cuántas películas nacionales recientes que ocurran en el interior del país se recuerdan? Ahora descartemos aquellas donde el tópico sea el narcotráfico o la migración. No tomemos en cuenta tampoco las que muestran el México rural o las que tengan como objetivo denunciar la miseria de un pueblo diminuto de escasos habitantes. Quedarán tal vez algunas opciones, de las cuales unas son road movies y otras historias de época, como si fuera una insensatez plasmar la compleja y retorcida mentalidad de provincia si no es de pasada o en el pasado.

Según datos del INEGI, aproximadamente el cincuenta por ciento de la población vive en municipios de al menos quince mil habitantes, porcentaje que no incluye a los chilangos, satelucos y demás fauna que anida en el D.F. y su área metropolitana. Sin embargo, esta mitad del país casi no está representada en las pantallas cinematográficas y cuando se le toma en cuenta más valiera que los hubieran ignorado, pues la mayoría de las veces es vista por encima del hombro, con aires de superioridad y grandeza por parte de los guionistas y directores, quienes logran justificar la añeja animadversión que llama a hacer patria dándole cran a los oriundos de la capital. Claro que la crítica es necesaria y el cine debería reflejar la realidad sin cortapisas, pero si todas las tramas que ocurren en la Ciudad de México tuvieran como temática medular el ambulantaje o las manifestaciones del SME, tal vez nosotros también empezaríamos a calificar de tendenciosos a los cineastas provincianos que cayeran en el cliché. ¿O no es lo que tanto molesta de los gringos por esquematizar siempre al paisano bajo la sombra de un nopal? Cuando el entorno se impone a los personajes, o peor aún, cuando los personajes son tan intrascendentes que no importa su entorno, el séptimo arte deja de fungir como tal y se convierte en vez de un reflejo en una caricaturización de la sociedad.

De entre las pocas excepciones (algunas pagadas con dinero del estado, como el idilio fallido entre Diego Luna y el Gobierno de Aguascalientes) hay un caso en particular que destaca por su calidad, rareza y su hasta hoy misteriosa ausencia en las salas de cine. El film -¿por cuánto tiempo seguirán llamándose así?- lleva por título Somos Mari Pepa, franca alusión a la mota y la vagina, explica el protagonista cuando le preguntan por qué le puso ese nombre a su banda de rock. Dirigida por Samuel Kishi Lepuo, rara avis de entre los realizadores de su generación, la cinta se desarrolla en una gran metrópoli, su anécdota es completamente urbana, abunda el concreto, hay metro, tráfico, chicos banda y sin embargo reproduce como pocas veces la provincia mexicana. Guadalajara.

El talento de Kishi no sorprende a quienes tuvimos la oportunidad de conocer tiempo atrás Luces negras, un cortometraje que parecía filmado por un director oriental en la perla tapatía, luego refrendado con la aparición de Mari Pepa, que sirvió de base para la película pues antes de convertirse en un largo primero fue rodada en breve formato con los mismos actores, locaciones, música e incluso algunos planos, experimento previamente hecho en El violín, de Francisco Vargas, que obtuvo el Ariel como corto y luego también el de ópera prima, hazaña que podría repetir Kishi ahora.

Describir la trama es un gasto inútil de palabras; la tecnología pone a la mano de cualquiera el tráiler de Somos Mari Pepa, aunque tampoco resulta un aliciente ya que parece que los productores le encargaron a su peor enemigo la edición del avance. Y sin embargo bien podría convertirse en un éxito, pues se trata de un relato de iniciación sin moralina que posiblemente conecte con los jóvenes gracias a su franqueza. Además de su carácter autobiográfico, la dinámica de producción entre el director y los actores, quienes fueron construyendo los personajes durante años a partir del cortometraje original, genera una empatía hacia ellos muy superior a la que producían los charolastras de Cuarón o los aburridos adolescentes de Temporada de patos, película con la que está hermanada en muchos sentidos, como el lado B de los discos: cambia la tonada aunque son los mismos, chamacos sin esperanza ni futuro en una ciudad que los aplasta, el tedio claustrofóbico de un departamento en Tlatelolco o las calles tristes de Guanatos donde no hay nada que hacer, salvo hundirse en la desidia, la indolencia, el fastidio… que al menos en esta ocasión es gozoso contemplar junto a una bolsa de palomitas.

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