ABUNDANCIA

Pulpo gigante: He estado escondido, aguardando por tanto tiempo, ¡finalmente te tengo! ¡Qué hermosa vulva!, no puede ser más deliciosa! Ssrp…, ssrp sorber sorber sorber… Te conduciré al Palacio del Dragón después de que te haya tocado. Mujer: Maldito, pulpo. ¡Ah, ah, alcanzaste mi cérvix! ¡No puedo respirar! ¡Oh, me vengo, tus ventosas…, oh, tus ventosas…, oh, qué haces con ellas! Oh, sí; oh, sí. Nunca había estado tan… aaah, aaah…, por un pulpo… Mmmm… bien, bien…, sí… ahí… ssrp ssrp ssrp. Pulpo gigante: ¿Cómo se siente ser toqueteada por ocho brazos? Ves, están tan excitada y completamente mojada. Mujer: ¡Oh, me cosquillea, no puedo controlar mi cadera! ¡Me pierdo! ¡Me vengo! Ah, ah… Pequeño pulpo: Después de que mi papá termine, voy a frotar y a succionar tu clítoris y todos tus poros con mis ventosas.

El placer no como algo que nos sucede, como aquello que perseguimos, que propiciamos, ese tipo de placer emerge del ocio como Venus de las aguas, esplendiendo a su alrededor y encegueciéndonos. La cultura del entretenimiento se opone al ocio y a su progenie (no me refiero a los vicios), se trata de llenar el tiempo como si éste fuera un insondable costal, como si no fuera la vida misma, como si fuera un trabajo, y así llenándolo se vuelve una sucesión de intrascendencias desafortunadas.

El placer de la fiesta, el que alimenta y surge del juego, el placer brotando en el cuerpo y residiendo en él. No hablo de satisfacción, sino del gozo. Hace tiempo leí en uno de los magníficos libros de Roberto Calasso que a la orilla de las copas, ese borde perceptible que impide el rebalse de los líquidos se le llamaba originalmente “abundancia”, no sé por qué me parece la imagen más precisa del placer, la entrañable mística de los objetos cotidianos perdida en la precipitación del tiempo productivo, de la vida no vivida, de la vida en el desperdicio. Incapaces de lidiar con cualquier abundancia preferimos conformarnos.

Mi hijo, y los niños en cambio, viven la plenitud de manera incesante, se arrojan por completo a una experiencia una y otra y otra vez, parecen desear llenarse de ese tiempo, de esa precisa experiencia y pasan por ella hasta el hartazgo, entonces, la abandonan: quiero soplar tu panza, ¿otra vez, mami?, me dice mi nene, y yo acepto, y lo hace de nuevo y ríe otra vez confirmando su regocijo vital, y lo hará de nuevo y una vez más reirá como si fuera inédito todo, luego me pedirá que yo sople en su pancita, la reciprocidad le resulta parte de esta experiencia, él me hace algo “rico” y quiere recibir la misma sensación… La repetición parece mecánica y lejos está de ello. En cada ocasión se produce la oportunidad de lo inesperado.

En nuestros días lo extático se encuentra sólo en el diccionario, convertido en animal del bestiario fantástico de la condición humana. Nuestras repeticiones están vacías, ni siquiera garantizan seguridad, nos conformamos con ellas y en ellas siempre y cuando sean mecánicas. Leer es la premisa, releer ha caído en desuso, unos cuantos nos refugiamos en esa abundancia ya atisbada. A veces cuando releo logro sentir dónde estaba yo cuando leí aquellas líneas, a veces hay rostros, olores, a veces me despliego de nuevo, otras tantas lo he perdido todo.

Para algunos el sexo es una suerte de autorrelectura, de encuentro mitológico con la abundancia, como el del pastor Acteón con la diosa Diana cazadora… En apariencia nos masturbamos como una repetición sin sorpresas (quienes nos masturbamos con frecuencia), esa sexualidad y la otra, la que se da en compañía de otro(s) cuerpos y deseos, nos regresa algo que nos pertenece, que no hemos perdido, ni olvidado, muy al contrario, que perseguimos, que propiciamos, no es lo biológico pero radica en él. He conocido hombres y mujeres, a quienes la sexualidad les resulta incómoda, desagradable, insustancial, prescindible. Hay quienes cogen como consumo, buscando ofertas, la novedad, por la efímera satisfacción que viene después, de esta forma lo menos importante y lo más importante es lo que se consume, el Otro: sólo importa en cuanto posesión poseída. ¡Ah, pero qué gozoso cuando una es quien se consume en el consumo, quien se relee a sí misma! Así, la piel fláccida de mi panza bajo los soplidos estridentes de mi hijo pierde utilidad y genera placer. Y esa misma piel se eriza de deseo bajo otros labios, y tanto en mí revela abundancia.

Las formas en que las mujeres nos gozamos son una poderosa y nada oculta tradición, desde la masturbación o el frotamiento, pasando por el baubon de la antigua Grecia, o dildo, hecho de piel y con estrías (inspirado seguramente en Baubo la diosa griega que levanta sus ropas para exhibir su vulva y provocar al mismo tiempo risa y lascivia), hasta el placer de las ventosas de un cefalópodo… Los mitos nos recuerdan siempre a diosas o mujeres jugueteando en el agua, ¿acaso no podrían haber disfrutado como seguimos haciéndolo las féminas actuales de las sensaciones que prodiga el agua fresca? ¿Acaso Séverine de Bella de día no se encuentra en un viaje fuera del vacío de la rutina, en el encuentro de su propio placer? El único problema para mí, es que en la figuración del deseo femenino, Buñuel se obliga a enmarcarlo, a controlarlo: Séverine sufrió un abuso en la infancia, su búsqueda es así domesticada científicamente en una condición mental desequilibrada. El deseo de placer por el placer mismo en las mujeres al parecer resulta aterrador, la ninfómana de las Ninfomanías (aburridísimas para mí) de Lars von Triers, ha de ser una insaciable bestia que pone en riesgo a su hijo en pos de su plenitud, tanto filme para terminar en la condena clásica: madre o puta (que es una buena película, que tiene seguidores, que hay un creo, sí, sí, sí, pero a sus mujeres ha de quitarles la plenitud porque sólo así le son comprensibles). Para mí el placer femenino/masculino se parece al borde de la copa, al borde superado por Sada Abe y su amante en El Imperio de los sentidos. Al borde, en el borde, sin derramarse, hecho de reintegración y no de mutilaciones; rebosante, sin desperdicio alguno.

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